Prescripciones para las fast-lifes en la era del Capitalismo Biográfico

Dicen que los comienzos nunca son fáciles; pero, si vamos a tener en cuenta mi opinión, yo diría que son demasiado fáciles. Nueva ciudad, nueva gente, nuevo país, nuevas costumbres, nueva identidad y no viejos asuntos que gestionar. Construirse una identidad es fácil, lo difícil es mantenerla. En la era del fast-food, fast-lifes, donde lo delicado y laborioso es el compromiso con lo materno. Cambiamos constantemente de lugar, de trabajo, de familia, de amigos, de ideales, etc. Adquirimos un nuevo yo que se adapte mejor a la situación, y aunque la cara es la misma, existe a nuestra disposición una infinitud de perfiles que explorar entre los que contrastar estéticas, como si de un tablón de Pinterest se tratase y, eligiendo aquel que no se aleje demasiado de lo que algún día fuimos y en nuestra memoria seguimos localizando como el real “yo”, nos abandonamos a la compra virtual. Ya no se comercializa con las experiencias, se intercambian biografías perecederas. Capitalismo biográfico, ¿aceptas las cookies?

Estamos entonces en una ciudad nueva, Reading. En un país nuevo, Reino Unido; y pronto en una nueva comunidad cuando el Brexit deje de ser la carga a la que no nos queremos enfrentar. Estamos también fuera de la placenta que es la Universidad. Se rompe el cordón umbilical, mamá ya no nos cuidará más. Así que, cómo no, en uno de mis primeros días aquí tenía que visitar (y bastante a lo turista, a mi pesar), la capital europea cultural, Londres y sus barrios más posteados, Picadilly y China Town. No me ha dado tiempo a visitar la Tate Modern, pero eso no me ha impedido acercarme a un arte de feria no tan diferente al anterior. Todas las calles rebosantes de músicos callejeros que esperan su turno en Trafalgar Square para empezar a tocar esas cuatro canciones que se pueden escuchar a las bocas del metro de cualquier capital de provincias. Futbolistas frustrados porque el público también tiene una responsabilidad activa para con las performances, mimos suspendidos en el aire tan paralizados que parecen salidos de otra era y artistas que pintan sus alias en Instagram con tizas en el suelo. Como decía, no tan diferente a lo que te puedes encontrar en la Tate Modern: sound art, performances y mucha, mucha gestión cultural a través de las redes sociales. Conóceme, yo también soy artista. Contribuye a mi sueño.

Las galerías de arte en Reading no se parecen mucho a las de Bilbao. Quizá la ciudad con la que mejor se podría comparar el ambiente cultural y la contracultura bilbaína sería Bristol, ciudad, por cierto, a la que se han ido una gran parte de mis compañeros de la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra y que, con un ambiente multicultural mucho más bohemio, rebosa de jóvenes artistas que, como ellos, se comprometen con su lucha interna e intentan arrojar un poco de luz sobre todo esto. Como decía, las obras en las galerías de arte de Reading se podrían comparar mejor con las de los centros sociales de los pueblos periféricos de un país centralizado. Y este país no se diferencia mucho de cómo funciona el circuito artístico en España, que parece que solo existe en dos ciudades y media. Bien es cierto que solo separan a Reading de la capital británica 20 minutos gracias al veloz sistema de trenes ingleses, y es por esto que toda la actividad cultural del sureste de Inglaterra se reduce a Oxford y Londres.

Sin embargo, esta situación parece que podría cambiar. El otro día mientras me paseaba por Facebook, me topé con una noticia de la revista de arte Frieze que decía que en el nuevo presupuesto para la sanidad pública del Reino Unido se aprobaba el fomento de las actividades culturales como el arte terapia, para aquellos que sufran de soledad y depresión, en vez de las recetas convencionales de medicamentos para su cura. En una encuesta a 1000 doctores del Reino Unido un 66% dijo estar de acuerdo con la nueva propuesta. Lo cual podría mejorar la oferta artística a nivel general en el país y ser un avance para una sociedad tan sintética al demostrar que, en muchas ocasiones, nosotros mismos tenemos la solución para nuestros problemas y que el arte, aparte de decorar los salones de una forma impecablemente kistch, sirve también para recordarnos lo bueno que hay en nosotros como colectivo e individuos. Esta estrategia que tan bien podrían copiar otros países, no difiere de los exitosos métodos islandeses que se han llevado a cabo estos últimos años. En la BBC news ha salido recientemente un video sobre el problema de alcoholismo en jóvenes al que Islandia se enfrentaba entre los años 80 y 90. En una encuesta de 1998 realizada a jóvenes islandeses de entre 15 y 16 años, un 42% dijo haberse emborrachado en los últimos días. Esta increíble cantidad llegó a reducirse hasta el 5% gracias a que el gobierno empezó a implantar una serie de medidas como la de promover las actividades culturales y deportivas del país.

Pero a nosotros lo que nos gusta no es eso. A nosotros lo que nos gusta son otro tipo de recetas. Como decía al principio del artículo fast-food, fast-lifes, y en este caso, fast-art. Lo que queremos realmente del arte, son pequeñas dosis de entretenimiento y opiáceos. Queremos la noticia escandalosa del Vaso de agua medio lleno de Wilfredo Prieto (2006) por 20000€ y queremos la noticia de Girl With Balloon de Banksy (2006) por 1.3 millones de dólares que se hacía pedazos a la par que el hito histórico de Jenny Saville convirtiéndose en la artista viva (¡y es una mujer!) con la obra más cotizada. Y así es también cómo opera el capitalismo biográfico, si no nos gusta nuestra identidad, la trituramos y con los restos nos creamos un nuevo (súper)yo del que ser esclavos durante una nueva breve etapa.

Este artículo se lo dedico a todxs aquellxs artistas con lxs que he compartido los años de grado y máster universitarios que se encuentran luchando, o han luchado, por sus sueños en el Reino Unido (Sara Domínguez, Ana Costas, Borja Santomé, Zeltia Corona, Yaki, y Óliver Alonso).

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