El aura: la dimensión psíquica del original. Un término acuñado por el filósofo marxista W. Benjamin (1892–1940) para agrupar las diferencias cualitativas existentes entre una obra de arte original y sus copias. Dice Benjamin: «Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo» (1936: Parte 2). Y también: «Del aura no hay copia» (Ibíd.: Parte 9). Existencia y presencia irrepetible (Ibíd.: Parte 2). Autenticidad: «la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella [la obra de arte], desde su duración material hasta su testificación histórica» (Ibíd.: Parte 2), carácter documental, por tanto. Singularidad y perduración estrechamente imbricadas (Ibíd.: Parte 3). Unicidad (Ibíd.: Parte 4). Importancia de la envoltura: “Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura» (Ibíd.: Parte 3). Y finalmente la lejanía de la obra, el alojamiento santuario, el preámbulo ritual y el culto. Tales son las facetas del poliédrico concepto de aura desplegado por Benjamin.
Su tesis central sobre el aura es bien conocida: “…en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta”. (Ibíd.: Parte 2).
Por un lado, la copia carece de aura, pero, por el otro, la proliferación de copias, característica de una época en la que las obras pueden reproducirse a escala industrial, aminora, según Benjamin, el aura del original. Se adivina aquí cierta contradicción porque ¿cómo puede la copia arrebatarle el aura al original? Si el aura es una función de la unicidad entonces se trata del déficit característico de la copia, no de un daño que la abundante copia pueda inferir al original por efecto de dicha abundancia. Parece más razonable pensar lo contrario. Por causa de la reproducción masiva lo que se atrofiará, o más bien se extraviará, será el aura, pero en la copia. Y esto en la medida en que la reproducción sea tomada como signo de un original y no en sí misma. La copia explícita queda condenada al mismo tiempo a carecer de todo esto tan importante señalado por Benjamín, la unicidad, la autenticidad, etc. y a remitir constantemente a todo esto tan importante de lo que carece. Esta y no otra sería la alienación característica de la copia.
Parece más razonable pensar que la proliferación de copias no afecta al aura del original. Que el aura del original permanece a salvo a pesar de las copias. Que el aura no es comunicable ni distribuible. Que no hay un principio de conservación del aura. La ausencia de aura es la misma y total en todas y cada una de las copias. El aura es la misma y total en el original, a pesar de las copias. Otras cuestiones anexas a esta: ¿el aura es un atributo objetivo del objeto, un hecho, o una interpretación? ¿es objetiva o subjetiva? ¿tiene caracter cientifico o se trata de una mera superstición? Si el original tiene aura y la copia perfecta carece de aura, entonces el aura sólo puede ser una propiedad no objetiva del original.
El aura sería, en efecto, la más inobjetiva de las cuestiones que afectan a la consideración de la obra de arte como cosa extraordinaria. No porque se carezca habitualmente de elementos objetivos a los que recurrir en la discriminación de original y copia. Ahí está el plano de expresión como continente de los signos de identidad idem de la obra. Sino porque se trata de aquello por lo cual la mera consideración de original, aunque sea erróneamente atribuida, comporta una experiencia diferente, del objeto en general y de la obra de arte, en particular. La copia perfecta aspira a que los planos de expresión en original y copia sean idénticos. Pero planos idénticos no son exactamente los mismos planos (planos idem no son planos ipse). La copia perfecta será inevitablemente un segundo término con respecto al original, al menos mientras exista la certeza de que el original está a salvo en su sancta sanctorum, la iglesia, el museo, el salón, la caja fuerte o el estudio. El facsímil (del latín fac simile, «hacer semejante»), que no alcanza todavía a ser una copia perfecta, transmitirá, no obstante, idénticas impresiones que el original, salvo la impresión de originalidad que corresponde sólo a este, mientras que goce subjetivamente de tal consideración.
El plano de manifestación de la obra de arte es como en cualquier otro texto, la unión solidaria de sus planos de expresión y de contenido. El aura pertenece más bien a la identidad idem o mismidad de la obra que se sitúa claramente en el plano de expresión, en el plano de los significantes. Los signos de identidad idem que se encuentran en este plano aportan en última instancia las pruebas de unicidad, autenticidad, etc., es decir, del aura de un objeto o de una obra. Los autenticadores de obras de arte recurren principalmente a este plano y a esta clase de signos para realizar su trabajo. Tal o cual coherencia o incoherencia de un tipo de pigmento con la época de la que se presume la obra, cierta orientación, por ejemplo, de la pincelada, solo evidente por el efecto de una luz polarizada sobre la superficie del lienzo y que denota inequívocamente a su autor, por poner un par de ejemplos.
En el extremo hipotético de la igualdad total, no sólo aparente, de dos objetos, aún subsiste la imposibilidad física de que dos objetos sean el mismo objeto, es decir, de que ocupen el mismo lugar al mismo tiempo. Y es de esto de lo que en última instancia cabe deducir la inviolabilidad del aura, característica del objeto genuino, del objeto único en tanto que único, del objeto dándose a sí y sólo a sí mismo, sin ninguna determinación a ese respecto, sin la grave determinación de que le preceda el otro, el objeto original, de todos conocido.
El aura, para concluir, podría ser aquel segmento del contenido de un texto, ya sea ese texto una persona o una obra de arte, atingente a su carácter de entidad original, diferente y única. Acaso una superstición, pero en todo caso, una superstición eficaz en lo simbólico, eficaz en la relación del contenido al continente, del significado al significante.
Benjamin, Walter. 1936. “Discursos interrumpidos I: La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica” . Buenos Aires: Taurus, 1989.