Conocía al artista contemporáneo J. Huici Bastardo desde hacía algunos años. Pero solo en los últimos tiempos fui plenamente consciente de la originalidad y el desafío excéntrico que encerraban algunas de sus obras. El conjunto parecía a simple vista desigual e inconexo. Pero al profundizar un poco se adivinaba la existencia de una intención, un programa oculto. Una vez superado cierto prejuicio, su trabajo supuso para mí, obligado es decirlo, una fuente insospechada de placer, un feliz hallazgo. Huici se me hizo evidente, desde entonces, como uno de esos raros especímenes locales en los que a veces podía reconocerse, si uno se tomaba el trabajo necesario, el denuedo característico del artista genuino, un esfuerzo quizá irregular pero sostenido en el tiempo, desesperado a la vez que entusiasta. La firme voluntad, en definitiva, de desarrollar una carrera coherente, así como la irrenunciable necesidad personal de sustraerse a la insignificancia generalizada.
Porque aquí, en esta mediocre ciudad nuestra, inesperada escena de los hechos extremos que ahora quiero narrarles, de lo que se trata la mayoría de las veces es de ningunearse unos a otros. Nadie atribuye a nadie y, a cambio, nadie osa tampoco atribuirse a sí mismo la más mínima importancia. Pero el artista contemporáneo J. Huici Bastardo podía y quería destacar, quería y podía ser una figura en su profesión, por la que sentía, me consta, un enorme respeto. Las dificultades para su reconocimiento en vida no procedían de él ni de su obra, sino de nosotros, los que podíamos hacer el esfuerzo de descubrirla y valorarla adecuadamente, y no lo hicimos en absoluto o lo hicimos demasiado tarde.
Huici y yo frecuentábamos círculos culturales distintos. Yo, el de las pequeñas galerías de arte, salas como la mía, con sus pretenciosas canteras de artistas, una mezcla poco equilibrada de artistas locales y foráneos. Su círculo era aún más pequeño y minoritario, pues Huici colaboraba activamente en un espacio gestionado por los propios artistas, un modesto «salón de independientes» que, con más fervor a veces que audiencia, agitaba desde hacía algunos años la vida cultural de nuestra pequeña ciudad. Huici y yo nos encontrábamos de tarde en tarde en algunas de mis inauguraciones, o en algunas de las suyas. Algunas veces también nos sorprendíamos en las silenciosas salas del museo, a la mitad de los periodos expositivos, observando detenidamente las obras, cuando ya no iba apenas nadie. Acostumbrábamos a intercambiar algunas, muy pocas impresiones sobre lo expuesto. “No hay obra si no hay intérpretes”, recuerdo haberle oído decir en alguna ocasión y hoy me parece una observación suya muy pertinente.
Alguna vez pensé en proponerle a Huici una primera exposición en mi sala, en la que mostrar y dar publicidad a algunos de sus trabajos aún inéditos, un poco por el placer de contradecir a mis propios artistas, quienes sondeados al respecto se habían manifestado en contra. Y otro poco, por mi sincero interés personal de última hora en su trabajo. Pero Huici se anticipó a todos estos planes tan poco concretos acercándose una tarde a mi galería y dando el primer paso. Si bien es cierto que para proponerme algo muy distinto de lo que yo había imaginado. Una obra de arte de acción, por llamarla de alguna manera, completamente original, diferente de cualquier otra obra que recordara haber contemplado antes o de la que tuviese noticia.
Aquella tarde de la que hoy trato de rescatar algún detalle, Huici abrió la puerta de mi galería y se dirigió resuelto hacia donde yo me encontraba, sentada tras la mesa de la esquina, junto a la entrada, el pequeño mueble que utilizo para dejar al alcance del público las hojas de sala y también para escribir o anotar algo o leer la prensa y amenizar así las frecuentes jornadas de escasa o nula afluencia. Huici me saludó, como siempre, poco efusivo, y yo a él lo mismo. Hecho lo cual se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa, y después de algunos instantes de sereno silencio se puso a contarme, sin más preámbulo, lo que le pasaba y, directamente relacionado a ello, lo que necesitaba de mí y lo que me proponía al respecto.
-Usted me conoce, Marta. No me gusta hacerlo, no es mi estilo, pero en esta ocasión voy a ir directo al grano. Estoy aquí por una cuestión profesional. Quería informarle primero de cierta circunstancia personal y hacerle después una oferta o, si lo prefiere, una petición. Porque esa petición deriva de la información que tengo que comunicarle previamente -dijo Huici utilizando conmigo el tratamiento de respeto acostumbrado-. Por favor, no se agite por lo que voy a contarle y déjeme, si no le importa, terminar primero. Resulta, estimada Marta –prosiguió después de una significativa pausa- que me estoy muriendo. Así, como lo oye. Los médicos me han dado unas semanas de vida. Y lo que vengo a proponerle es que me permita usted presentar mi última obra aquí en su galería, una obra que se refiere a mi propia muerte y que adjunta la posibilidad de que tal hecho ocurra durante su desarrollo. Quiero construir con ese hecho de mi muerte inminente una obra de arte. Construir una obra, mi última obra, a partir de mi presencia personal en esta galería durante los días, horas e instantes previos a mi desaparición inevitable y definitiva de este mundo.
Como no podía ser de otro modo, me quedé completamente atónita con estas palabras. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue, lógicamente, expresarle mi sincero pesar y preguntarle de inmediato por el nombre de su enfermedad mortal, averiguar qué le estaba pasando exactamente. Por el contrario, me quedé allí mirándolo fijamente sin pronunciar palabra. Callada y reflexionando o, más exactamente, callando para reflexionar.
Pasaron cinco o diez minutos, no lo sé, antes de que finalmente pudiera abrir la boca y decir algo.
-Vamos a ver Huici –dije por fin-. En esta sala de exposiciones, como bien sabe usted, se han presentado al público unas cuantas performances. Se han realizado intervenciones artísticas me atrevería a decir que bastante radicales, tanto en expresión como en contenido. Pero esto que usted me propone va demasiado lejos. Su petición coloca a esta galería de arte, y a mí como su propietaria y responsable, en una situación límite, en terreno desconocido. Creo que lo que usted propone no se ha hecho nunca. Dudo incluso que sea legal o que esté permitido. Dígame, Huici, ¿por qué quiere usted meterme en semejante lío? Explíqueme ¿por qué quiere hacer algo tan extremo como morirse en mi galería? ¿por qué pretende usted que tal hecho pueda ser considerado una obra o parte de una obra de arte y por qué piensa que yo podría acabar prestándome a colaborar con usted a ello, suponiendo que al final me convenza?
-Está bien Marta. En primer lugar agradezco que quiera mantener la conversación en el terreno estrictamente profesional que conviene al asunto. De lo que se trata, en resumen, es que tengo una obra de arte en mente, que es una obra relacionada con mi próxima muerte y que me gustaría tener la oportunidad de presentarla aquí mismo, en su galería. No se trata, por tanto, de que me permita usted morir aquí, sin más. Suponiendo, como usted señala, que no sea ilegal. Aunque dudo que haya alguna legislación al respecto. Se trata de que usted me facilite realizar una obra que consiste en algo más que mi muerte y, por tanto, en una cosa distinta. Se trata de trabajar artísticamente, como he hecho muchas veces antes, a partir de un material extraído de la vida corriente. El material sobre el que pretendo trabajar no es otra cosa, en esta ocasión, que la circunstancia de mi muerte.
-Supongamos, Huici, que aceptase como obra de arte lo que usted propone –le respondí al cabo de otro rato-. Mis dudas más serias a ese respecto tienen que ver con el contenido último de su propuesta, que, no me puede usted negar, es la muerte misma, su muerte. Con esa obra que se propone realizar, de la que desconozco los detalles, quizá estamos banalizando intolerablemente la circunstancia más grave de su existencia. Aunque sea posible hacerlo, no sé si quiero prestar mi local para ello. Lo siento mucho, pero puede ser que la muerte, la muerte en sí, no pueda ser nunca, de ninguna de las maneras, la materia con la que se construya una obra de arte.
– Comprendo sus reservas, Marta –respondió Huici, mirando en esta ocasión a un punto lejano situado detrás y más allá de mis ojos expectantes-. Se critica muchísimo al arte contemporáneo por haberse convertido en el escenario rampante de la banalidad más absoluta. Pero permita que le recuerde que lo normal, no hace tanto, solía ser lo contrario. El arte solía ser ese ámbito que permitía tratar con profundidad las cuestiones más graves. Por otro lado, esta no sería la primera vez ni mucho menos, que el arte pone su foco sobre la muerte. No necesita usted que le recuerde, por ejemplo, los millones de crucifixiones que se muestran en los museos y en las iglesias de todo el mundo. A nadie se le ocurre tachar de banal esa amplísima iconografía. Mi obra quiere ser respetuosa con el tema. Y, aunque estaría en mi derecho como artista, yo no quiero banalizar la muerte, menos aún la mía propia. Quiero hacer exactamente lo contrario, quiero darle un significado, un sentido original y profundo.
-Me parece que su argumentación es un poco tramposa, Huici. Las imágenes de esa muerte bajo tortura, las crucifixiones, que me propone usted como ejemplo, no son otra cosa que representaciones. El problema de la banalización en el arte es la reciente confusión de arte y vida, el deterioro y abandono final de la representación. Usted no va a representar su muerte, querido Huici. Usted, si no he entendido mal, quiere morirse aquí, quiere morirse de verdad, abandonar la vida en el mismo lugar en el que nos encontramos usted y yo ahora.
-Opino exactamente lo contrario que usted, Marta. Que mi muerte pueda acontecer en el interior de su galería la mantendrá dentro de los límites de la representación, precisamente. Pues sólo puede ser real la muerte que sucede en los espacios ordinarios de la vida: el domicilio, el hospital, la calle. Nunca la que ocurre o se presenta en un escenario, en una pantalla o, en este caso, en una galería de arte. Por otra parte, es cierto que la obra que me propongo, adjunta como posibilidad que me muera dentro de ella y es cierto que tal circunstancia debe enunciarse de alguna manera, debe ser advertida a la audiencia. Pero también cabe la posibilidad de que me arrepienta en el último momento y que me vaya a morir a mi casa, como todo el mundo. En fin, Marta, sé que no es fácil lo que le propongo. Usted decide. Necesito, por favor, una respuesta, necesito salir de aquí con un sí o un no bajo el brazo. Porque en caso afirmativo, será necesario ocuparse de numerosos detalles de índole práctica y no disponemos, me temo, de mucho tiempo.
En fin, queridas lectoras. No estoy segura de que fueran estas las palabras exactas que nos cruzamos Huici y yo aquella tarde. Recogen en todo caso, el espíritu, la esencia de aquella extraña conversación. Con respecto a la obra de arte que el artista contemporáneo J. Huici Bastardo llevó a cabo finalmente en mi galería de arte apenas unos días más tarde, solo puedo decir lo que ya sabe todo el mundo. Para bien o para mal, esa obra pertenece a la historia.
(J. Huici Bastardo, 1967-2019. In Memoriam).